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Exhibitions/ Painted in Mexico, 1700–1790: Pinxit Mexici/ Galerías de la exposición

Painted in Mexico, 1700–1790: Pinxit Mexici

At The Met Fifth Avenue
April 24–July 22, 2018

Galerías de la exposición

Los hermanos Rodríguez Juárez, que descendían de una destacada dinastía de pintores, fueron las figuras principales de las dos primeras décadas del siglo xviii, y a su alrededor se congregaron otros artífices. A ambos se les adjudica la introducción de importantes innovaciones estilísticas y el haber propulsado, hacia el año 1722, el establecimiento de una academia independiente de pintura. Mediante un sistema de aprendizaje académico basado en la práctica del dibujo y la realización de copias—alimentado por la llegada de nuevos grabados y pinturas europeos —, estos artistas y sus contemporáneos perfeccionaron sus habilidades compositivas. También depuraron su manera de representar el espacio y las arquitecturas, y prestaron más atención a la precisión anatómica de las figuras gracias al empleo de modelos vivos.

En 1720 Juan Rodríguez Juárez se hallaba en la cima de su carrera; su Ascensión de Cristo, con su estilo fresco y pincelada suelta, es epítome de su maestría. Más atrevida aún es su Apoteosis de la Eucaristía, que se consideró una creación magistral ya en su día. Si bien se ha dicho que los hermanos Rodríguez Juárez, especialmente Juan, introdujeron un estilo más suave, otros artistas que formaban parte de su círculo, como su primo Antonio de Torres, participaron en igual medida de esta renovación pictórica. José de Ibarra y Francisco Martínez fueron herederos de estos cambios, y se convirtieron en la cabeza de sus respectivas generaciones, al igual que Miguel Cabrera, Juan Patricio Morlete Ruiz y Francisco Antonio Vallejo, entre otros. También surgieron escuelas regionales de pintura fuera de la ciudad de México. La obra de Miguel Jerónimo Zendejas, El hallazgo del cuerpo de san Juan Nepomuceno, representa un momento culminante de la tradición pictórica local de Puebla. En términos globales, los pintores de esta época oscilaban entre un estilo personal y una impronta del gusto general aceptada (y a menudo ecléctica), una dinámica que dio lugar a obras complejas y de acusada originalidad.

Selected Artworks

Debido a la creciente demanda de imágenes que pudieran transmitir las complejas historias de las vidas de los santos, Virgen y Cristo, la pintura narrativa experimentó un resurgimiento en México en el siglo XVIII. Concebidas como series, muchas de esas piezas ornaban los interiores de iglesias, conventos, colegios y otros espacios públicos, lugares en los que sus significados se activaban mediante su disposición y arreglo, que también podia incluir retablos. Aparte de su sensibilidad más orgánica e idealizada (a veces incluso idílica), en su conjunto estas obras evidencian un mayor interés de los artistas por resaltar detalles de la vida cotidiana para forjar un vínculo más íntimo con el espectador y humanizar el mensaje evangélico.

La fuerte secularización de la pintura religiosa se aprecia, por ejemplo, en la encantadora obra de Francisco Martínez, La educación de la Virgen, en donde la Sagrada Familia se entrega a una actividad en apariencia doméstica en la que santa Ana enseña a la Virgen a leer. Por su parte, en Santa Lucía, obra del pincel de Juan Rodríguez Juárez, se presenta a la santa romana ataviada y enjoyada como una gran dama cortesana contemporánea, en tanto que en El milagro de san Luis Gonzaga y el novicio Nicolás Celestini, una pieza maestra de Miguel Cabrera, se conjuga el costumbrismo del bodegón con la visión celestial, una fórmula que refuerza la verosimilitud del milagro representado.

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La introducción de principios académicos en la Nueva España generalmente se ha vinculado con la llegada del grabador español Jerónimo Antonio Gil, fundador de la Real Academia de San Carlos de México en 1783. Sin embargo, esta perspectiva ha soslayado la trayectoria anterior de los artistas locales, que durante mucho tiempo buscaron el reconocimiento de la nobleza de la pintura para evitar que esta fuera vista como un oficio puramente mecánico. Durante el siglo XVII se formaron varias academias independientes (ca. 1722, 1754 y 1768), en las que los pintores reflexionaron sobre la teoría y la práctica de su arte. Si bien los artífices novohispanos habían hecho hincapié en la importancia del dibujo desde el establecimiento de su gremio en el siglo XVI, no fue hasta el XVIII cuando se ejercitaron en el dibujo del natural, es decir, con modelos vivos en el contexto de sus academias. Sus esfuerzos dieron como fruto la representación de figuras con proporciones y en posturas verosímiles.

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El siglo XVIII fue fecundo en la invención de nuevas iconografías, algunas de las cuales han llegado a definir la pintura novohispana. La expresión "pinturas de la tierra," que se refiere a aquellas obras realizadas en México y que representan temas locales, aparece con frecuencia en la literatura laudatoria y en los inventarios artísticos de la época. Un grupo notable de obras son las que describen a la gente, los sitios y las tradiciones del país. Aunque las vedute (pinturas que muestran una vista o paisaje urbano a gran escala) surgieron en la Nueva España a finales del siglo XVII, algunos de los ejemplos más sobresalientes datan del xviii. Las vistas topográficas de Juan Patricio Morlete Ruiz de la ciudad de México destacan por su atención a los detalles y su presunta objetividad. Estas obras denotan un esfuerzo deliberado por "localizar" un género típicamente europeo y por ofrecer una imagen idealizada de la ciudad.

La pintura de castas también proporciona una vision particularizada de la realidad colonial. Este género pictórico se inventó en la Nueva España para categorizar a los diferentes grupos sociales y raciales del virreinato y para generar cierta idea de orden en medio de una sociedad que se consideraba desigual, racialmente híbrida y, por tanto, fundamentalmente ingobernable. Más allá de su propósito clasificatorio y su contenido sociopolítico, las obras vierten gran detalle en la indumentaria de las figuras y los productos de la tierra. El mismo énfasis en la representación de los atuendos se aprecia en algunos biombos de la época. El atribuido a Miguel Cabrera, por ejemplo, transforma una fiesta galante francesa (un cortejo amoroso situado en un paraje bucólico) en una escena de recreo novohispana que incluye tipos locales. 

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En el siglo XVIII en México, el género del retrato experimentó un auge ligado a la expansión económica del virreinato que creció a medida que diferentes grupos sociales, particularmente en el contexto urbano, buscaron difundir su imagen. En una sociedad estamental que valoraba la nobleza de cuna, la riqueza, la piedad y los títulos y méritos, el retrato tenía el poder de transmitir mensajes corporativos e individuales. A través del retrato, las personas podían crear y recrear su identidad y proyectarla a la sociedad; también cumplía una función genealógica y perpetuaba la memoria de familias e instituciones, tanto religiosas como laicas. Así, la indumentaria y demás atributos se volvieron fundamentales como parte de la producción y recepción de significados, al igual que las prolijas inscripciones y cartelas que aportaban información concreta sobre los méritos, la prosapia y el carácter de los sujetos representados.

Algunos retratos permitieron a la élite exhibir su idea de grandeza de manera pública, como el que Juan Rodríguez Juárez realizó de Pedro Sánchez de Tagle, un destacado comerciante español que amasó su fortuna en la Nueva España y encargó su efigie para exponerla junto a la del virrey. Otras obras servían para hacer alegatos, como el extravagante retrato de doña Juana María Romero, obra de Ignacio María Barreda, que incluye un blasón inventado para "legitimar" el poder adquisitivo y rango de una clase social en ascenso. Por su parte, los retratos de las jóvenes antes y después de su ceremonia de profesión como monjas fueron encargados por sus familiares para hacer alarde de su prestigio social. Otras obras tenían un carácter más íntimo, como el peculiar Retrato del arzobispo José de Lanciego y Eguilaz y Juan Antonio de Fábrega, atribuido a Juan Rodríguez Juárez, que documenta la cercana relación del arzobispo con su capellán. Las varias modalidades del género representaron un desafío para los pintores, que se vieron obligados, cada vez más, a entender, interpretar y codificar las aspiraciones de sus comitentes.

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A menudo encargadas por las órdenes eclesiásticas para instruir en asuntos de la fe, las imágenes alegóricas constituyen una manifestación fascinante de una cultura que recurría cada vez más a sus propias metáforas visuales. La pintura alegórica gozó de gran acogida tanto en el mundo popular como en el de la cultura letrada, en parte por su contenido ambiguo, amable y curioso, que permitía expresar muchas cosas a la vez. Estas obras podían desempeñar distintas funciones y ser entendidas de cuatro maneras: como recursos para estimular la espiritualidad interior en las clausuras de frailes y monjas; como instrumentos didácticos o mnemotécnicos para las prácticas de la piedad; como símbolos para conmemorar las devociones locales, y como medios para enaltecer (o criticar) a las figuras de poder.

Algunas alegorías fueron ejecutadas a gran escala para revestir los muros de instituciones y espacios litúrgicos, como los monumentales cuadros de ánimas en el purgatorio de José de Páez, en el que las llamas del infierno afectan a todos por igual, sin importar clase o raza. También destacan aquellas que generan un "panteón" de cultos locales, como las que celebran el patronato de la Virgen de Guadalupe de 1754; la muy ansiada declaración del patronato de la Inmaculada Concepción sobre España y sus territorios en 1760, o la institución de la fiesta pontificia del Sagrado Corazón en 1765. No sorprende que el tema de muchas de ellas esté situado todavía entre el arcaísmo de origen medieval y una sensibilidad más contemporánea que alude a las contingencias religiosas y políticas de la época.

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Imaginar lo sagrado fue una parte sustancial de la actividad del pintor en la sociedad católica de la Edad Moderna. Si bien la mayoría de los temas eran universales, la pintura sacra en la Nueva España experimentó un desarrollo considerable en el siglo XVIII, por lo que la riqueza resultante en cuanto a temas, aproximaciones pictóricas y complejidad devocional fue notable. Las imágenes públicas más visibles fueron las pinturas a gran escala que retrataban figuras de culto en sus altares y se consideraban milagrosas. El Cristo de Ixmiquilpan de José de Ibarra o la monumental Virgen de los Dolores atribuida a Nicolás Enríquez se cuentan entre los ejemplos más poderosos por la manera en que transmiten la presencia divina. Estas imponentes pinturas de efigies talladas en su tabernáculo aparecen rodeadas de los enseres de altar —cortinas, blandones, pedestales de plata, jarros con ramilletes, etcétera—, lo que indica que la ambientación y el lugar eran tan importantes como la propia figura sagrada. Los relatos de muchas de estas imágenes de culto describen la manera en que podían cobrar vida momentáneamente (sudaban copiosamente, sangraban, parpadeaban o se inclinaban y miraban directamente al espectador), acreditando así su poder divino. La experiencia devocional más íntima usualmente se canalizaba por medio de pinturas más pequeñas, muchas de ellas realizadas sobre lámina de cobre, en las que los pintores demostraban gran pericia y precisión.

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Juan Patricio Morlete Ruiz (Mexican, 1713–1772). Portrait of Doña Tomasa Durán López de Cárdenas (detail), c. 1762. Galería Coloniart, Collection of Felipe Siegel, Anna and Andrés Siegel, Mexico City. Photo © Rafael Doniz